“¿Cómo hago para dejar de sufrir?”

Este suele ser el interrogante más común de los pacientes que recibo en consulta o que atiendo en los grupos de mujeres.
Me llaman la atención los diferentes procedimientos y conductas a la que los sujetos se amarran en el intento de esquivar el dolor o el sufrimiento. El abanico es amplio y abarca desde rituales que tocan lo espiritual, pasando por la lectura de algún que otro libro de autoayuda en el que se intentan rastrear las respuestas, o -en los casos más desesperados quizás- se recurre a alguna sustancia mágica que aunque sea por un momento permita la evasión o el contacto con eso que tanto se ansía: el estado de “felicidad”. Digamos que en esto de vivir, cada uno hace lo que medianamente puede y lo que está a su alcance para poder tener cierto bienestar. También hay que decir que estas “inventivas” -por nombrarlo de alguna forma- funcionan muy bien para muchos, a veces años o prácticamente la vida entera.
Sin embargo para otros funcionan hasta que llega un momento, sin saber cómo ni cuándo, en que por alguna razón dejan de andar y el sufrimiento antes escamoteado aparece nuevamente produciendo angustia, síntomas, o actos “no pensados” que en muchos casos esconden el deseo de dejar de vivir. Otros no los esconden tanto y el intento de suicidio aparece con poco velo, algo cada vez más común en las épocas en que vivimos en donde lo simbólico y el mundo de las palabras tienen poco peso, dando paso a actos que tienen la marca del impulso.
Llegados a este punto, y en el mejor de los casos, surge una pregunta por parte del sujeto, un interrogante que el sufrimiento va sembrando con cada aparición. Así es como la incertidumbre se presenta haciendo que la razón, y el pensamiento no alcancen para poder entender los diversos motivos de las cosas que cada uno hace, piensa o siente. Una prueba de ello es que cuando se cree resuelto el problema, éste aparece de nuevo en una repetición incontrolable para el sujeto. La expresión típica en Andalucía para describir este estado es “se le va la pinza” frase que debo confesar que me encanta, en tanto que revela ese desbarajuste de algo que falta, esa pieza que queda suelta que hace que eso que antes funcionaba más o menos bien, ya no ande. Sin pinzas que lo amarren, el sujeto queda a la deriva, “loco”, si se entiende que una de las definiciones de locura es la de “perderse de sí mismo”, no solamente los estados psicóticos o lo que el discurso social asocia con estar loco -léase esa imagen del que dice incoherencias, que delira o está excluídoo en un psiquiátrico.
En ese momento, cuando el sujeto ya no tiene “pinza” que valga, quizás entonces decida consular a un profesional para que lo oriente en lo que le ocurre, o le de las pistas que faltan para resolver el enigma, el por qué. Sería interesante que no tenga que esperar tanto o acumular tal grado de malestar y sufrimiento en su cuerpo, y consulte antes de la tan temida locura. Pero al menos en mi experiencia en Málaga, éste es el tipo de sufrimiento con el que llega la gente a la consultar. A veces creo que esto tiene que ver con ciertos prejuicios sobre lo que es ir al psicólogo, pero en el fondo, los que nos dedicamos al terreno de la salud de la mente sabemos que el sujeto siempre se resiste a creer que hay algo que lo supera. La ciencia actual, con sus descubrimientos ayuda a sostener esa creencia imaginaria, imposible.
De cualquier modo, cuando alguien consulta por el motivo que sea, intento sostener una escucha desde el psicoanálisis. Hasta ahora es la única herramienta que me sirve para aportar algo que el sujeto que consulta no sepa de sí mismo, ofreciéndole una guía para que pueda entender el sentido de los síntomas que sufre, aquello que se presenta como inentendible o inevitable.
Para los que no están familiarizados con lo que estoy diciendo, les cuento que el psicoanálisis es una disciplina creada por S. Freud hace al menos dos siglos, tiempo que para algunos “exigentes de los cálculos” puede hacer pensar que se trata de algo pasado de moda, arcaico u obsoleto. Pero no hay que olvidar que en el terreno de lo humano, “los clásicos nunca mueren”. Pensemos sino en la historia de Caín y Abel, o en el tan actual “ser o no ser” de Shakespeare, por nombrar algunos.
Ta vez se puede pensar que una de las razones por la que los clásicos nunca mueren es justamente porque tocan puntos sin resolver de la historia de la humanidad, esos enigmas que siempre están allí y que aunque la ciencia nos quiera hacer creer que se resuelven todos los interrogantes, siempre hay un resto, algo que queda por fuera de esas soluciones que van apareciendo. Las preguntas que tienen que ver con el origen implican siempre una incógnita que despliegan miles de hipótesis y teorías.
Pienso que justamente algo de eso es lo que ocurre con lo de “evitar el sufrimiento”. El sufrimiento es algo que acompaña al sujeto humano desde siempre. Por más de que el sujeto intente por todos los medios deshacerse del malestar, éste siempre reaparece. La tesis freudiana es esa, la de un sujeto atravesado por el malestar, que aflora sobre todo en el lazo con los otros, con los semejantes: familia, amigos, pareja, etc. Malestar que a veces se puede tolerar y que otras veces rebasa ciertos límites volviéndose intolerable.
Con los seres humanos entonces, siempre hay algo que queda por fuera de todo cálculo posible, eso es lo que hace que un sujeto sea humano. Y si no, pensemos en los famosos “errores humanos” que hasta en el controladísimo terreno de la ciencia aparecen haciendo que -por citar un ejemplo- se implante en una mujer un embrión que no es suyo. Tropezones que evidencian que el movimiento de evitar es válido, pero hasta cierto punto.
Etimológicamente, “evitar” se define como: “Apartar algún daño, peligro o molestia, impidiendo que suceda”; o como “Excusar, huir de incurrir en algo”1. Siguiendo las propuestas freudianas, se puede decir que se puede huir de todo, excepto de uno mismo y ésa es la piedra con la que el ser humano tropieza una y otra vez sin darse cuenta; o incluso sabiendo que la piedra está ahí, no encuentra el modo de esquivarla. Eso es el inconsciente o subconsciente en su traducción anglosajona.
Algo in-consciente es por definición lo que carece de conciencia, de razón. No es comprensible, se presenta como algo sin sentido, por eso es incalculable. Se puede llegar a entender, pero con una lógica diferente a la de la razón: la lógica del famoso “pienso, luego existo” de Descartes no es válida. El terreno de lo inconsciente sigue otras leyes distintas, que se manifiestan de modo singular en cada sujeto humano. Se presenta en el plano del pensamiento y en la conciencia pero por caminos que no son directos, siempre con cierto velo que lo cubre y lo disimula. Produce la mayoría de las veces confusión, desconcierto y una serie de supuestos como tentativa de explicación que a veces son válidos y otras veces no lo son. Si elegimos quedarnos en el terreno de las conjeturas, de las sospechas, corremos el riesgo de caer en terrenos complejos y caóticos. Por lo general con la ignorancia no se suele llegar muy lejos.
Entonces, con todo esto ¿qué hacer con el sufrimiento?. La propuesta del psicoanálisis sostiene que aunque el sufrimiento no se puede evitar -el malestar es intrínseco al ser humano-, algo se puede hacer con él y ese “hacer” implica emprender un camino que abarca el descubrimiento, la invención y la creación de nuevas herramientas para recomponer aquello que no anda. Este camino requiere de la intervención de un psicoanalista que esté allí para escuchar al sujeto en su padecimiento y, sobre todo, para ir despejando esa nube de confusión. Tal vez -siguiendo la lógica del sentido común-, se puede decir que si el sujeto pudiera recomponer lo que no anda por si sólo en un “auto-análisis” o “autoayuda”, no llegaría nunca a ese punto en donde la cosa no funciona. ¿No les parece?.
Cecilia A. Cortés
Agosto de 2015.
1 Diccionario de la Real Academia Española, versión online: www.rae.es.